martes, 24 de junio de 2014

Recordando a Don Tomás Zumalacárregui



Tal día como hoy, en 1835, caía el más grande caudillo carlista de todos los tiempos: el general Don Tomás Antonio de Zumalacárregui e Imaz, apodado el tigre de las Améscoas. Mucho se ha escrito sobre este paladín vascongado, cuyas virtudes y genio militar eran tan admiradas por sus amigos como temidas por sus enemigos.

Rasgos personales de Zumalacárregui

Don Tomás Zumalacárregui era de estatura de cinco pies y dos pulgadas: tenía la espalda un poco ancha y algo torcida. De ordinario no llevaba la cabeza muy erguida, y antes por el contrario, cuando caminaba a pie, marchaba con la vista fija en el suelo, como si le fuese ocupado de una profunda meditación. 

Sus ojos eran claros y castaños; el mirar penetrante, profundo como el águila; su tez clara, la nariz regular, el cabello castaño oscuro y áspero; en sus últimos años principiaba ya a encanecerse, y lo llevaba por lo común muy corto. La patilla unida al bigote favorecía en extremo a su fisonomía, mostrándola tan singular como belicosa.: nunca se veía en sus acciones ni públicas ni privadas, cosa que desmintiese aquel aire de imperio con que la naturaleza le había dotado. 


Zumalacárregui hablaba poco y no reía mucho: escuchaba con particular atención a cuantos le dirigían la palabra, y cuando daba audiencia, era tan enemigo de dejar negocios pendientes y de hacer esperar a las personas (especialmente desgraciadas), que se olvidaba hasta de comer. Jamás sentó a la mesa hasta no haber oído al último de los que deseaban hablarle. Así, con frecuencia sucedía que la comida dispuesta para el mediodía, le aguardaba todavía por la noche: esto acontecía todas las veces que pasaba veinte y cuatro horas en un pueblo. 

Sin embargo de haber residido en las principales capitales de España ocupando el lugar brillante que pertenece al jefe principal de un regimiento, Zumalacárregui frecuentaba poco la sociedad. De él puede decirse, lo que Voltaire escribe de Carlos XII de Suecia, «que este retraimiento era efecto de que todo entero se entregaba a los trabajos de la guerra.»

Mas no se crea por esto que, cuando llegaba el caso, no sabía conducirse con aquella galantería tan propia de la oficialidad española: al contrario, era sumamente atento y urbano, y por lo mismo que no hacía alarde de ello, resaltaban más aun sus obsequios. Profesaba un odio implacable al juego y a la mentira. Su mayor diversión era la caza, siendo tal su pasión por ésta, que dedicaba siempre a ella todo el tiempo que le dejaban libre sus obligaciones. De este ejercicio le provino, sin duda, aquella soltura y agilidad de miembros que se le notaba, pues algunas veces, especialmente en invierno, hacía a pie jornadas enteras. 

El carácter de Zumalacárregui se resentía con facilidad de su temperamento bilioso, y como el gran Condé llevaba a mal se le contradijese. No obstante, tan pronto como era fácil en calmarse: los testimonios que podríamos citar, aumentarían considerablemente este volumen. Arrogante con los soberbios mientras daban muestras de altivez, se abatía hasta ponerse a su nivel, con los modestos para infundirles el vigor que parecía habían perdido. Celoso por la religión de sus abuelos, estaba muy lejos del fanatismo y de la hipocresía. Trataba a todos según la moral de su conducta y ni aún los eclesiásticos si estaban faltos de virtudes, hallaban en él consideraciones particulares. 

Los talentos y la calidad de las personas eran tenidos en grande aprecio por Zumalacárregui. Como su afán le conducía a ser el primer autor de sus disposiciones, nada hay que extrañar que fuese el artillero que daba fuego al cañón, el ingeniero que hacía los reconocimientos, el polvorista que pintaba los mixtos, y hasta el cabo, sargento, capitán o coronel en sus funciones respectivas; los más minuciosos detalles le llamaban la atención.

Jamás expidió una orden u oficio por escrito sin entregarlo por su propia mano y examinar antes la inteligencia o capacidad del conductor, obligándole a repetir, palabra por palabra, lo mismo que acababa de decir. Con tal observador ningún hombre de mérito podía estar largo tiempo confundido, ningún criminal impune, ningún adulador bajo otro disfraz. Al contrario de lo que generalmente sucede, Zumalacárregui conforme crecía en gloria y reputación, iba deponiendo la gravedad de su aspecto; y no sólo al último soldado sino al mendigo más miserable, se mostraba a toda hora accesible. La generosidad era en él una virtud innata, y la energía la cualidad más sublime de su carácter.

(Vida y hechos de D.Tomás Zumalacárregui, por el General carlista D. Juan Antonio Zaratiegui, capítulo VIII, páginas 392-395.)


Zumalacárregui en Huarte Araquil

Una lluviosa mañana de octubre de 1833 salió de Pamplona un oficial de elevada talla, envuelto en holgado capote militar. Este oficial que al pasar frente a los centinelas recató el rostro con el embozo del capote, no bien se halló a distancia de la muralla, marchó con aire resuelto camino de Irurzun, y como a un tiro de cañón de la plaza, montó en un caballo que allí encontró preparado, dirigiéndose a todo galope hacia el pueblo de Huarte Araquil, en el que se hallaban reunidas algunas fuerzas realistas. 

Descendió, una vez llegado al pueblo, frente a una casa de buena apariencia, y penetró en ella no sin que su presencia excitara la curiosidad de los transeúntes. Todos se preguntaban quién sería aquel personaje de imponente figura y rostro severo, en cuyo uniforme se veían brillar las divisas de coronel. Empero, la ansiedad general no tardó en verse satisfecha, y el nombre de Zumalacárregui comenzó a dejarse oir en todas las bocas. Este apellido era entonces poco conocido aún, pero las cualidades y antecedentes que se atribuían al que lo llevaba, satisficieron a los más entusiastas por la causa de Don Carlos. No es pues de extrañar, que el personaje recién llegado al pueblo fuera acogido con respeto por las fuerzas en él reunidas, y cuyo mando iba a tomar; pero lo que desde luego admira, es que un jefe sin arraigo y sin renombre, comience por dirigir a sus soldados arengas como ésta:

 
Zumalacárregui en Huarte-Araquil
           «Desde mañana es imposible daros los dos reales de prest como se ha hecho hasta hoy. La escasez que tenemos de fondos no permite hacer por vosotros todo aquello que quisiéramos. Los únicos recursos con que contamos para proseguir la guerra, son los que ofrece el país, y éstos, la mayor parte se han consumido ya. Por lo tanto, os hago saber que en lo sucesivo no se os dará de paga más que un real de vellón diario en vez de los dos que os tenían prometidos, y en esta misma proporción se satisfará el sueldo a todas las otras clases. Si después del arreglo que procuraremos introducir y de nuestras diligencias, adquiriésemos mayores fondos, debéis esperar que se os aumentará la paga; mas por ahora es preciso renunciar a los dos reales diarios.»



El que así se expresó, demostraba tener gran corazón, y los soldados que le oyeron en silencio y aceptaron tales condiciones, necesariamente tenían que ser soldados modelos.

(La vida militar en España, cuadros y dibujos de Cusachs, texto de Barado, pág. 221.)

Zumalacárregui en Elizondo

Entrevista de Don Carlos con Zumalacárregui

La primera entrevista de Don Carlos con Zumalacárregui fue muy tierna y debió halagar extraordinariamente el amor propio del general. 

Al considerar el Príncipe que este hombre, sólo con la fuerza de su genio había sabido aunar elementos opuestos y heterogéneos, sobreponerse a rivalidades mezquinas y desbaratar a la cabeza de noveles soldados a cuerpos enteros de tropas veteranas aguerridas, eclipsando la gloria de hábiles y entendidos capitanes, no pudo dominar su emoción y se arrojó en brazos del bizarro caudillo, manifestándole de la manera más cordial, lo altamente satisfecho que se hallaba de su comportamiento, pericia y denuedo.
 


(Galería militarcontemporánea, tomo 2.º, pág. 70. – Madrid 1846.)


Zumalacárregui herido

El sol hacía sentir muy fuertemente su acción, se incomodaba bastante al general, a quien se colocó en una cama de sofá, cubriéndola con un toldo blanco. Llevaban la cama doce granaderos, e iban de reserva veinte y ocho para relevarse de trecho en trecho. Una tristeza sombría y profunda se hallaba retratada en la fisonomía de los que acompañaban al general, y en cuantos sabían la fatal nueva, pero procuraban reprimir esta expresión de dolor. 

Zumalacárregui herido

Los habitantes de los pueblos, impelidos de una solicitud tierna y cariñosa, acudían en tropel a enterarse del estado del caudillo guipuzcoano; alguno de aquellos soldados, acostumbrados a desafiar la muerte con frente serena y ánimo esforzado en cien combates, dejaban correr furtivamente algunas lágrimas y contestaban con un movimiento de cabeza a cuantas preguntas se les dirigían.

(Galería militarcontemporánea, tomo 2.º, págs.. 75-76. – Madrid 1846.)


Iglesia de Nuestra Señora de Begoña y casa en que fue herido Zumalacárregui

Para que nuestros lectores puedan tener una cabal idea de tan memorable sitio, acompañamos la vista de la célebre casa denominada de Quintana, en cuyo balcón del centro recibió Zumalacárregui la herida.

Iglesia de Nuestra Señora de Begoña y casa en que fue herido Zumalacárregui

Dicha casa, inmediata a la iglesia de Begoña, se comunicaba con ésta por medio de un camino cubierto que en la misma vista se demuestra y por el cual fue retirado Zumalacárregui después de herido.

Mucho lamentaron su pérdida aquellos heroicos voluntarios que tantas veces guió Zumalacárregui a la victoria. Este último grabado representa una emboscada de las fuerzas carlistas al mando de Zumalacárregui contra un destacamento enemigo.

Emboscada carlista

Extraído de la revista El Estandarte Real (1891)


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